En la fría y oscura noche, el viejo callejón yacía sepultado bajo un silencio pesado, roto solo por el murmullo distante del viento. Allí, en lo profundo de las sombras, una figura esperaba, inmóvil como una estatua, pero cargada con una tensión casi palpable. Su mano, firme como el acero, sostenía un cuchillo cuya hoja, afilada hasta el extremo, parecía prometer un corte limpio, letal.
Sin embargo, lo que realmente congelaba el alma no era la hoja ni su postura, sino sus ojos brillantes y crueles, que ardían en la penumbra con un fulgor antinatural. Ese brillo no era humano; era una chispa de algo más antiguo, más oscuro, como si la misma esencia del abismo se reflejara en ellos. La luz que emanaban no iluminaba el callejón, pero perforaba la oscuridad, fijándose con precisión sobre lo que buscaban.
Los pasos llegaron, torpes al principio, como si la presa sospechara algo, pero no lo suficiente como para huir. La figura, inmóvil aún, inclinó ligeramente la cabeza, y el cuchillo en su mano pareció tensarse junto con él, como si fuera una extensión de su voluntad. El filo capturó un débil destello de luz antes de desaparecer en un movimiento rápido y preciso.
Un grito breve y seco fue tragado por la noche, y la figura no se movió más que lo necesario, sujeta a una disciplina casi ritual. El cuchillo permaneció en su mano, firme como siempre, con un rastro carmesí que goteaba lentamente, mientras los ojos brillaban más intensos, como si se alimentaran del acto recién consumado.
El callejón, indiferente al horror que acababa de presenciar, volvió a sumergirse en su penumbra eterna, mientras la figura se desvanecía en las sombras, dejando tras de sí solo el eco de pasos que nunca volvieron a cruzarlo.
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