El cuervo susurra, y el escritor inclina la cabeza, atento a esas palabras que no pertenecen al mundo de los vivos. Frente a él, las cartas de su viejo tarot se despliegan como si fueran piezas de un rompecabezas macabro, y en cada símbolo se oculta un mensaje que no proviene de lo humano. Algo antiguo, insondable y hambriento, guía sus manos con una fuerza que no puede resistir.
No es la inspiración lo que lo mueve. Cada historia que escribe no es una obra, sino un portal, una grieta en la realidad por donde "eso" se filtra, dejando tras de sí un rastro de oscuridad. El cuervo, testigo y cómplice, grazna desde la penumbra, un sonido que resuena como una advertencia y una burla.
El escritor no se detiene. Con cada trazo de su pluma, esa presencia sin nombre lo consume un poco más, convirtiéndolo en un instrumento de su voluntad. Las palabras que nacen de él no son suyas, son los susurros de algo que espera, algo que observa desde las sombras, aguardando el momento de reclamarlo por completo.

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