En aquel viejo salón, donde el tiempo parecía haberse detenido, reinaba una atmósfera de melancolía y misterio. Las paredes, cubiertas por una pátina de polvo y olvido, susurraban secretos de épocas ya extinguidas. Dos espejos antiguos, cuyas superficies ajadas reflejaban más sombras que luz, se alzaban como centinelas de un pasado que aún respiraba en el aire pesado. Frente a ellos, un gran ventanal se erguía, su cristal empañado y rajado dejando pasar apenas unos tímidos rayos de luz, como si el sol temiera perturbar la quietud espectral de aquel lugar.
Allí, en el centro de esa penumbra casi tangible, se encontraba ella, arropada en los brazos de su fiel guardián. Él, una figura esculpida en sombras y determinación, la protegía con un fervor que rozaba lo eterno. Sus ojos brillaban con una intensidad que parecía contener promesas y maldiciones a partes iguales. No era un guardián cualquiera; era un ser destinado a reinar en las sombras, a guiar los destinos de quienes osaran adentrarse en los dominios del ocaso eterno.
El aire se llenaba de un silencio vibrante, roto solo por el leve crujir de las maderas del suelo, como si el salón mismo se inclinara ante ellos. Cada rincón parecía conspirar para preservar la escena, sabiendo que allí se gestaba algo más grande que el tiempo: un juramento de lealtad entre lo humano y lo oscuro, entre la luz moribunda y la promesa de un reino donde las tinieblas serían corona y manto.

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