Disfruta ahora de la firmeza de tu piel y la solidez de tu carne, porque antes de lo que imaginas, todo cambiará. Las arrugas surcarán tu rostro como grietas en un monumento olvidado, la flacidez penderá de tus huesos como harapos de un cuerpo en ruinas, y cada reflejo en el espejo te devolverá la imagen de algo que se marchita sin remedio. La belleza que hoy exhibes con orgullo se convertirá en un vestigio patético de lo que alguna vez fuiste, un eco borroso en la memoria de quienes te miran sin reconocerte.
Y eso, si la enfermedad no se adelanta en su labor de despojarte poco a poco. Te arrebatará la energía, minará tu cuerpo, hasta dejarte frágil, consumido, irreconocible incluso para ti mismo. Cada día será una lucha inútil contra lo inevitable, un descenso lento pero imparable hacia la decrepitud. El apetito menguará, la piel se volverá ceniza, los ojos perderán su brillo hasta volverse dos pozos vacíos. Nada de lo que eres ahora quedará en pie.
No te engañes. La juventud es un espejismo que desaparece en cuanto intentas aferrarte a él. Cada día que celebras es en realidad un paso más hacia la putrefacción. Puedes perfumar la carne, adornar la piel, estirar el tiempo con falsos remedios, pero todo es una farsa. La carne se pudre, los huesos ceden, la mente se corroe como un pergamino antiguo, hasta que todo lo que alguna vez fue orgullo se convierte en miseria.
Y cuando llegue el día en que sientas mi aliento frío en tu nuca, cuando tus pasos sean pesados y tu voz no sea más que un susurro quebradizo, sabrás que ha llegado el momento. No habrá súplicas, no habrá escapatoria. Solo yo, extendiendo mi mano, conduciéndote a las sombras donde el tiempo ya no importa y la decadencia llega a su fin, reemplazada por el silencio absoluto.
